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FALLADA LA XXVII EDICIÓN CONCURSO LITERARIO JUAN J.GARCIA CARBONELL SOBRE "LA NAVAJA"

Albacete, 5 de septiembre de 2016.- La Asociación de Cuchillería y Afines, APRECU, ha fallado el concurso literario Juan José García Carbonell sobre “La navaja” en su XXVII edición.

En la categoría de prosa, el primer premio dotado de una tarjeta regalo de El Corte Inglés por importe de 1.000,00 Euros y reproducción del Monumento al Cuchillero ha sido para el trabajo La navaja mágica de Bolín, con el lema Chicho Sibilio, del autor Ernesto Tubía Landeras, procedente de Haro (La Rioja).

En cuanto al premio en la categoría de verso, dotado con una tarjeta regalo de El Corte Inglés por importe de 1.000,00 Euros y reproducción del Monumento al Cuchillero ha sido para el trabajo De cómo brilla el Sol en las navajas, del autor Miguel Sánchez Robles, de Caravaca de la Cruz (Murcia).

Además, este año, el jurado ha decidido otorgar un accésit, a Amalia Fernández Santiago, de Albacete. Una mención especial por el tratamiento local a la navaja al trabajo titulado El alma de una navaja, dotado de un diploma y una navaja.

Leer trabajos galardonados

La navaja mágica de Bolín, con el lema Chicho Sibilio, del autor Ernesto Tubía Landeras, procedente de Haro (La Rioja).

La navaja mágica de Bolín

A Juan Carlos Y Judit, mis compañeros de laboratorio.

Por el simple hecho de soportarme cada día, que no es poco.

La noticia de la muerte de Bolín me atravesó la desmemoria, hasta hacerme recordar a uno de esos personajes que forman parte de tu vida, cuando apenas eres un crío, y que ya, de adulto, dejas caer en el olvido de forma egoísta, sin ser consciente de que quizá no hubieras llegado a ser quien eres sin ellos. En ese rango podía ubicar a Bolín; en realidad Ricardo Luis Mollete López, al que todos en el pueblo apodaban Bolín, porque de chico siempre andaba girando en el aire un pequeño rodamiento metálico. Un hombre al que apenas le alcanzaba para reconocer su nombre escrito en los papeles, y firmar encima con poco más que un garabato, pero que sin embargo me enseñó cuál era mi lugar en el mundo. O al menos me indicó por dónde debía buscarlo, cuando era un niño perdido, triste y solitario. Un mozo barbilampiño y pasado de peso, que hoy hubiera sido sobreprotegido por profesoras, directores de instituto, presentadores televisivos, cientos de asociaciones anti-bullying, Policía, Guardia Civil y bomberos, y que por aquel entonces no dejaba de ser el gordo del pueblo, el bobalicón con el que cualquiera podía ensañarse. Cualquiera menos Bolín.

Así que, tras conocer la noticia de su deceso, gracias a la llamada telefónica de mi madre, lo mínimo que podía hacer era regresar al pueblo. A ese lugar donde dejé mi infancia, escondida entre los hierbazales que protegían el riachuelo donde tantos atardeceres pasé con Bolín. Con ese amigo que se había difuminado en mi memoria como azúcar en agua caliente. Debía despedirme…y sobre todo pedirle perdón, y darle las gracias. Puede que fuera demasiado tarde, pero si únicamente me alcanzaba una certeza en la vida, era la de que debía volver al riachuelo y decirle adiós, con la vaga esperanza de que allí donde estuviera, en ese lugar donde el aliento no empaña el cristal, tuviera a bien perdonarme.

Cuando le encontré por primera vez yo no había desprecintado mi primera década de edad, y él ya había añadido cifras a la cuarta. Después de un encuentro, nada agradable, con Ginés, el hijo de la molinera, en el que apelativos como gordinflón, mantecas o lechón, habían sido lo más armonioso que habían escuchado mis oídos, me aventuré a caminar por los bosquecillos que guiaban el cauce del arroyo. Apenas un riachuelo de aguas cristalinas y veloces, que aliviaban las huertas en los meses cálidos, pues gracias al manantial del que fluía, nunca menguaba su caudal.

Bolín era un tipo flaco y menudo, no levantaba mucho más que lo que yo por aquellos años. Tan sólo su mirada agrisada en la que espejeaba, nimbando, cierta tristeza, y una barba de días, que crepitaba cuando pasaba la mano por ella, le dotaban de la edad correcta. Solía vestir de forma sistemática unos pantalones raídos de color marrón, una camisa a cuadros, rojos y verdes, y unas zapatillas de esparto, sobre las que asomaba curioso el dedo pulgar diestro, enfundado en un calcetín negro. Sobre la cabeza, cubriendo una cabellera despeinada y encanada, una boina de tela gruesa y oscura, terminaba de conferirle el aspecto desaliñado, que en el pueblo le convirtió en un tipo taciturno; el típico ejemplo de en lo que yo podía llegar a convertirme, si continuaba con la trayectoria que ya en mi infancia parecía haber tomado.

Aquel atardecer de mayo una lluvia, propia de las fechas en curso, había diseminado un amable perfume a hierba húmeda, y yo caminaba entre la maleza con los ojos cerrados y la cabeza levantada, tratando de rescatar del aire los cientos de perfumes que aquel agreste paisaje desplegaba. Robles, caléndulas, barro, madera, pelo de ardilla, rocas, musgo, arcilla…cada elemento poseía su propio aroma, y tratar de identificarlos del conjunto era algo hermoso, que sólo quien ha gozado de la apacibilidad de lugares oníricos como ese, puede apreciar.

—¡Un paso más y tengo que recogerte como si fueras una rana!

La voz atronó con simpatía a un margen de la vega del riachuelo, donde se formaba un meandro presidido por una enorme roca de lomo liso, sobre la que Bolín permanecía sentado, con gesto divertido. Al abrir los ojos me descubrí a apenas unos centímetros del riachuelo. Aquel hombrecillo tenía razón; si hubiera avanzado tan solo un paso más hubiera caído al riachuelo. Y regresar al pueblo chorreando sería dar un motivo más para las befas y el escarnio al que mis coetáneos, e incluso aquellos a quienes les aventajaba en un par de años, me tenían más que acostumbrado.

—Gracias, si vuelvo al pueblo con los pantalones empapados, no quiero ni pensar lo que se iba a decir de mí —contesté, mientras me atrasaba un par de pasos, para tomar impulso y tratar de saltar el riachuelo. Cualquier niño de mi edad lo hubiera hecho con facilidad, pero yo no era “cualquier chico de mi edad”, era el gordinflón, característica que menguaba mucho mis aptitudes para cualquier actividad física, como por ejemplo; librar el salto del arroyo en parado.

—¿Y eso es un gran problema? —preguntó Bolín, enarcando una ceja, en un gesto que hasta entonces sólo había visto hacer a Sean Connery, en las películas de James Bond—. El que te vieran con la ropa mojada, me refiero —puntualizó.

Me encogí de hombros. En realidad lo hice en mayor medida por no haber comprendido el significado de su pregunta, que como respuesta a la misma. Además, el movimiento de sus manos parecía haberme hipnotizado. Bolín, con una navaja en la mano, cuyo filo desplegaba reflejos argénteos mientras acariciaba un trozo de madera, al que ya se le adivinaba la forma de un novillo, con las astas gachas. El acero sajaba con tal suavidad la madera, ribeteando los sobrantes de la talla, que en lugar de seccionar, bien parecía que estuviera besando aquella res, que perfeccionaba paso a paso, tajo a tajo.

Observando mi admiración hacia la forma en la que tallaba aquella figura, con la forma de un toro, Bolín separó la navaja de la madera y la alzó con cierta altanería, agitándola con suavidad, como si fuera un pintor que ensaya la siguiente trazada sobre el lienzo celeste de un cielo interminable, límpido.

—Esta navaja es mágica, te lo aseguro —sentenció con una sonrisa en los labios—. Y lo es porque es capaz de coger un trozo de madera y encontrar su alma —concluyó, apoyando el filo de nuevo sobre el lomo del toro. Realizó una breve y suave pasada, y un nuevo ribete caracoleado, cayó sobre el suelo, junto con el resto de sobrantes de la talla.

Para entonces mi atención sobre Bolín y su navaja era absoluta. Tenía los ojos tan abiertos que creía que acabarían cayendo sobre mis mejillas. Sus movimientos eran hipnóticos. En aquel instante no había nada en el mundo más hermoso que el paso de la navaja de aquel extraño hombrecillo, sobre la madera a la que daba forma. Lentamente, casi sin darme cuenta, fui avanzando hacia él hasta que mis pies chocaron contra los trozos de madera, que Bolín, mientras había durado su trabajo, había dispersado alrededor de sus pies.

Al acercarme me entregó la figura recién tallada y la tomé entre las manos. Sosteniéndola frente a mis ojos la observé con detenimiento. Distaba mucho de ser una de esas figuras que doña Armelinda vendía en su tienda, y que juraba que eran importaciones de África, pero el resultado era de lo más convincente. Nunca había visto un toro de cerca, y dudaba mucho de que jamás lo tuviera, pero los detalles de aquel animal eran lo suficientemente precisos, como para que un niño como yo los considerase notables. Tan sólo había un detalle incomprensible, un hueco del tamaño de mi pulgar, horadado sin ningún sentido en el vientre del animal. Introduje el dedo en el hueco y acaricié el contorno de la cavidad. Después, en silencio, le devolví la pieza a Bolín, que la recogió y posó sobre sus piernas.

—Te preguntas qué es ese agujero —razonó sin ninguna entonación interrogativa.

Asentí con la cabeza, en un ademán lento y ceremonioso.

—Ya te he dicho que esta navaja es mágica, que es capaz de sacar el alma de un trozo de madera y convertirlo en lo que mis sentimientos deseen. Hoy he venido aquí furioso, enfadado con todos los que se burlan de mí —dijo, hablando con los dientes apretados, sin poder contener cierta rabia—. Así que he recogido este trozo de madera y he sacado de su interior un toro, uno furioso y bravo. Al convertir la madera en un toro he liberado mi propia ira y ya me siento mucho mejor. La navaja es mágica, puede conseguir liberarme de toda mi tristeza. Y ese pequeño hueco —dijo, introduciendo el extremo final de la hoja de la navaja en él— es para que el alma de esa furia que me estaba haciendo daño, tenga donde descansar. Si le construyo un lugar en el que le sea agradable estar, seguramente le costará volver a mí —finalizó, ladeando la cabeza.

Durante todo su breve soliloquio apenas pude mirarle a los ojos, toda mi atención se centraba en la navaja que bailaba, como la batuta de un director de orquesta, en su mano, y en el toro de madera que su furia había extraído del alma de lo que, en un principio, tan sólo era un burdo y tosco trozo de madera.

—¿Puede hacer desaparecer el miedo? —le pregunté, con un hilo de voz que apenas se elevó sobre en trino de un jilguero que canturreaba desde ramas altas.

Siempre recordaré el instante que continuó a aquella pregunta, porque fue el momento en que contemplé la sonrisa más sincera y cercana que haya recibido en toda mi vida. Y aquel gesto, en el rostro de alguien como Bolín, adquiría un significado amable, en el que cabía la redención a pecados ajenos; de todos aquellos que me hacían agachar la cabeza y esquivar miradas.

—Por supuesto —respondió Bolín con solemnidad.

—Parece una navaja normal y corriente —razoné, desconfiando de las fantásticas propiedades que aquel hombrecito otorgaba a su pieza—. Mi abuelo tiene una muy parecida.

—¿Y para qué la emplea? —me preguntó con interés.

—Pues no sé —respondí, encogiéndome de hombros—. Para cortar rodajas de chorizo, para pelar las patatas, para desenredar las sogas de las reses, para muchas cosas. Siempre la lleva colgada del cinturón, en una fundita que le tejió mi abuela —apostillé.

—¿Pero no para hacer magia? —preguntó aún más intrigado.

Era la primera vez en mi vida que alguien me decía que una navaja pudiera ser mágica, así que por toda respuesta me limité a negar con la cabeza.

—Está bien —contestó Bolín, cerrando la navaja y guardándola en el bolsillo del pantalón, haciendo lo propio con la talla del toro, en una pequeña bolsa de tela —. Si quieres que te demuestre que esta navaja es mágica y, de paso, hacemos desaparecer ese miedo del que me hablabas, podemos intentar algo. ¿Quieres que así sea?

Asentí ilusionado, tratando de no resultar demasiado ansioso.

—De acuerdo—concluyó, poniéndose en pie y avanzando unos pasos, hacia un senderillo que serpenteaba entre la maleza, hasta alcanzar el camino principal, que cicatrizaba el bosque, dividiéndolo en dos partes similares en tamaño y forma—. Busca un buen trozo de madera, uno que tú sientas que tiene algo especial y en el que poder tallar con mi navaja mágica, hasta que el miedo tome forma y quiera vivir en el hueco que dejemos ahí, para que se quede encerrado para siempre. Yo estaré aquí por la tarde, como siempre. Si vienes, veremos qué podemos hacer con ese miedo. Si no apareces no pasa nada, seguiré con mi furia, con este toro con alma —finalizó, para después perderse por detrás de un hierbazal, del que emergieron en un confuso vuelo, veloces y aterrorizados, dos vistosos pelirrojos de pecho ampuloso.

Pasé el día excitado ante la posibilidad de que lo que me había dicho Bolín fuese cierto, y con su navaja mágica fuera capaz de sajar el miedo que me cubría, como una espesa capa viscosa, que me impedía caminar con libertad, correr, reír, saltar. Si había una sola opción de que la navaja mágica de Bolín fuera capaz de encontrar el alma de la madera, transformarla en aquello que le pidiese, y dejar un hueco donde mi miedo pudiera esconderse para siempre, estaba dispuesto a intentarlo. Así que, al día siguiente, después de las clases particulares de doña Angelines, con las que mis padres pretendían paliar un suspenso en matemáticas, agarré un tuero de encina, de la pila que descansaba sobre la fachada de la panadería, y lo guardé en mi mochila, de camino a casa. Hacía tiempo que no sonreía paseando por la calle. Justo el mismo en el que, aun siendo un niño, me costaba encontrar ilusión en el día a día.

—Es un buen trozo de madera, casi puedo sentir su alma en el interior —dijo Bolín, cuando le encontré en el mismo lugar que el día anterior, tal y como me había prometido—. Estoy seguro de que ese miedo tuyo puede quedarse dentro de…—dejó las palabras en el aire, mientras acariciaba el contorno del pequeño tocón con el filo de la navaja—. ¿Sabes? Creo que dentro de este trozo de madera la navaja ha encontrado algo…—continuó, haciendo una nueva pausa que enervó mis ánimos—. Sí, es un avión. Un pequeño avión que se llevará tan lejos tu miedo que nunca regresará. ¿Comenzamos?

Entusiasmado me senté a su lado, tan cerca que podía rescatar el aroma a Barón Dandy que desprendía el nido de cigüeña que tenía por cabellera, y me deleité observando la forma con la que Bolín acariciaba con su navaja mágica el trozo de madera que yo le había dado, decapando, suave y lentamente, la corteza en busca del avión que se llevaría lejos mi miedo.

Mientras lo hacía hablábamos, y mucho. Yo le contaba mis miedos, el dolor que me inoculaban las befas y los insultos de los demás, el odio que comenzaba a sentir por mí mismo y mi sobrepeso, la soledad que me abrazaba hasta escocer, como si fuera un manojo de ortigas quien me rodeaba con sus brazos invisibles. Bolín por su parte me contaba que de joven había sido minero, pero que una explosión en la galería le dejó sin casi visión de un ojo, y con una capacidad pulmonar que apenas le daba para subir hasta el segundo piso en el que vivía, perdiendo el resuello cada pocos peldaños. Que él tampoco había tenido nunca muchos amigos, porque su padre era un hombre taciturno y borrachón, que el resto del pueblo eludía, haciendo que, a su muerte, esa misma maldición se extendiera a su mujer e hijo. Al parecer, aunque mi padre fuera un hombre querido en el pueblo, más aún si hacía descuento en la carnicería que regentaba, Bolín y yo teníamos más cosas en común de las que pudiera parecer.

Y entretanto, mientras el basto leño, iba revelando a golpe de navaja, unas alas a los lados y un cuerpo alargado de la cola a la cabina de mando, el ir narrando a Bolín cuales eran mis miedos, hacía que éstos parecieran menos importantes, casi tan estúpidos que, cuando llevábamos dos semanas de encuentros cada atardecer, y al avión ya sólo le faltaba un pequeño detalle, casi no podía creer que lo que los demás dijeran de mí me hubiese podido influir tanto.

Hasta que llegó el día en que todo sucedió, el atardecer en que la vida de Bolín, que para entonces ya era mi mejor amigo, dio un giro por mi culpa, por mi silencio en realidad, que es la mayor de las traiciones.

Aquel era el avión de madera más bonito que jamás hubiera visto. Puede que no tuviera los colores ni los detalles de los que se vendían en la tienda de don Gerulo, pero era mi avión, el que se llevaría mi miedo, y eso lo convertía en una pieza perfecta. Pero faltaba un detalle, uno sólo; el hueco donde se cobijaría mi miedo para no regresar jamás. Había que horadar aquel orificio, y debía hacerlo yo mismo; a fin de cuentas era mi miedo y mi madera. Me senté entre las piernas de Bolín, éste posó con suavidad la navaja sobre mi mano, y cogiendo con delicadeza mi puño, fue guiando los tajos en el vientre del avión, abriendo, paso a paso, caricia a caricia, la cavidad donde moraría hasta la muerte mi miedo; ese mismo miedo que ya casi ni me afectaba.

Tan ensimismado estaba que ni siquiera escuché el grito salvaje de mi padre apareciendo entre la maleza, junto a su ayudante en la carnicería y mi tío Vidal. Cruzaron por el riachuelo, hundiendo las botas en el arroyo. Vociferaban insultos que mis entendederas no alcanzaban a comprender, todos ellos dirigidos a Bolín, que aterrorizado, se echó a un lado, dejándome a mí solo sobre la piedra en la que ambos estábamos sentados.

Sandro, el ayudante de mi padre, me cogió de los brazos y me alejó de allí a empellones, mientras mi padre y mi tío se cernían sobre el cuerpo de Bolín, que juraba que no había hecho nada malo, mientras se persignaba una y otra vez, rezando por una piedad que ninguno de esos dos hombres parecía dispuesto a concederle. De lo ocurrido después allí sólo puedo dar cuenta por los rumores que se extendieron con velocidad por el pueblo, y que tildaban de desviado y molestaniños a Bolín, y por los nudillos magullados que mi padre presentó en casa, cuando regresó a la hora de la cena. Al día siguiente Bolín desapareció del pueblo y a mí me internaron en un colegio de la capital, donde seguí siendo el gordo, el ballena, el seboso, el deforme…pero nunca me importó demasiado. Todos mis temores habían volado lejos de allí, hasta un lugar del que jamás regresarían.

Del pueblo apenas me llevé un hatillo con unas pocas mudas, un par de tebeos de Dan Defensor, una navaja escondida entre el arrebullo de los calcetines, que no tuve tiempo, ni valor, para devolver a mi único amigo en aquel lugar, y un nuevo trozo de encina, que nuevamente me llevé de la pila de la panadería. No necesitaba mucho más.

Y ahora Bolín había muerto. No me habían dicho dónde, ni cómo, aunque no me costaba imaginar que había sido lejos de aquel lugar y solo. Tan solo como yo le dejé cuando mi padre equivocó la secuencia que aquel hombre y yo compartíamos, y días después, no me atreví a contar qué era lo que hacíamos en aquel lugar. Ni siquiera supe dónde acaecieron las exequias, pero no me importó, sabía que allí donde mi amigo morara, ahora que el aliento y el latido habían quedado atrás, comprendería por qué celebraba mi particular óbito allí, junto al riachuelo donde mi miedo echó a volar en un avión de madera, tallado con la navaja mágica de Bolín; un hombre que puede que no supiera mucho de sumas y gramática, pero que había demostrado una sabiduría fuera de dudas, a la hora de enderezar una vida que, recién inaugurada, comenzaba a doblarse.

Para mi despedida había llevado poca cosa, tan sólo una bolsa de tela que llevaba conmigo desde mi juventud. Exactamente desde el preciso instante en que, camino del colegio en el que me internaron mis padres, pasé por la panadería y robé un tuero de encina de la pila exterior, con la que alimentaban el horno. Ese trozo de madera que, durante infinidad de noches, con la torpeza propia del núbil en la talla, pero con la determinación de quien sabe que en sus manos porta un objeto mágico, fui tallando con la paciencia de la marea que lame una y otra vez la playa, aunque jamás llega a conquistar la tierra del interior.

Me arrodillé junto al riachuelo y saqué del interior una barcaza de madera, tallada de forma tosca, con ángulos imposibles y un casco desigual. En uno de los márgenes, allí donde navíos de mayor envergadura habían lucido nombres como Titanic o Poseidón, rezaba un nombre no menos prestigioso, era el de Bolín. Junto al barco, del interior de la bolsa, saqué una cosa más. Una navaja de cachas de madera y filó brillante, que, posiblemente gracias a su propiedades mágicas, hizo que lograra tallar aquella pequeña, pero significativa barca. Posé la navaja en el hueco que formaba el vientre de la barca, y la liberé en el arroyo, salpicando el interior de aquel navío con las lágrimas, que fluían libres y brillantes de mi mirada.

Me levanté y contemplé como la barca se alejaba, sorteando con insólita destreza los meandros y las piedras que asomaban de la corriente. Era como si supiera exactamente adonde debía llegar, y lo hiciera con prisas, ansiosa por llegar al lugar donde un hombre de pelambrera desgreñada y mirada apacible, recogería de nuevo la navaja mágica del interior de la única talla que me atreví a hacer en toda mi vida. Posiblemente porque sabía que cuando se alejara navegando por aquel riachuelo, llevándose en su interior el alma en forma de navaja de Bolín, también se llevaría parte de la mía.

Lema. Chicho Sibilio

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